La primera calle comercial de Coyhaique
Por Oscar Aleuy Rojas
El viento sur huye de sus cauces normales y las arboledas altas de la estancia ya se divisan desde unos cinco kilómetros de distancia. Ayer estábamos con Carmelo y Cayún yendo y viniendo en carretilla y a pie, ufanos de sus existencias, obligadamente necesarios para ingleses ávidos de servilismo. Recordamos el instante en que Levín llegaba por la noche de regreso a su casa empujando una carretilla llena de herramientas. Y nos introducimos a su mente, cuando divisaba entre siluetas del crepúsculo las formas de las fachadas, los guiños de los chonchones de una de las cuarenta casitas ya paradas en Baquedano, oteando la calle Moraleda de frente.
Pero, al adentrarnos al mágico entorno de esa calle Moraleda, nos debemos detener, no sólo por el barro que hierve por todas partes y una infeliz plasta de albardilla pululando por doquier, sino además porque ahí respira demasiada actividad comercial mientras Carmelo arma sus huertos en la ciudadela.
Sólo se trata de mirar por ejemplo el reconocido abrevadero, al cual algún alcalde le colocó un día el nombre de Gastón Adarme, quedando ello decretado oficialmente. Había que conocerlo a don Gastón con su hálito solícito, esa voz de salón ceremoniosa, esos ojos que buscaban el futuro y una mano que tocaba fuertemente los espíritus aquella noche nevada cuando acompañamos con mi padre a don Gastón a conocer la primera Meche en la cancha municipal.
Por el mismo lado de lo que debería llamarse hoy vereda norte, corría a pocos metros de la casa de lata y el abrevadero, un enorme sitio baldío que se constituyó en las caballerizas de los carabineros y también de los peones a pie y de los recién llegados a la provincia, o aquellos que salían hacia la Argentina, encargando recuas espontáneamente para volverlas a buscar al año siguiente. En la parte opuesta de esas caballerizas respiraban los espacios pecadores de la Casa de Lata de Miguel Scaffi, un comerciante árabe que provocó encuentros y desencuentros en torno al negocio del sexo y del desenfreno en una comunidad poco acostumbrada a ello y más cerca de los confesionarios y las campanas alertadoras de las misas.
Eso era como por el lado de Baquedano. Pero Moraleda por este otro lado de Condell presentaba un soberbio conjunto que impresionaba al más flemático de los visitantes. Por ejemplo ya se había instalado en la esquina la recordada Ferretería de Neto Holmberg donde infinidad de veces fuimos mandados a comprar y teníamos que apurar el paso, un negocio que duró medio siglo y que fue visitado sistemáticamente por gentes y vecinos de la ciudad tanto como por los de Puerto Aysén y de otras localidades rurales, pues era quien ofrecía mejores precios y facilidades de pago. Al frente, actual Faci Hogar, su hermano Tello destellaba con luces propias con su Tienda de Ramos Generales, la cual también frecuentábamos cuantas veces quisiéramos, allá cuando el demonio de nuestros diez años nos hacía comenzar a descubrir las soledades de las calles de ripio. Justo al lado se activaba día a día la Tienda de Pancho Martínez, pegadita al hotel de Saturnino Galilea, diríase una continuación de lo que había sido el levantamiento del primitivo Hotel Cadagán, cuando comenzaban a pasar los carros de lana hacia el puerto en 1924.
No nos podríamos quedar sin mencionar el placer profundo de las tardes de domingo casi nunca solos, cuando partíamos corriendo y llegábamos jadeando hasta las angostas puertas principales del Teatro Rex de Pepe Calvo Calzado y luego el cine Coyhaique de Pancho Martínez. Junto al cine teatro doña Catalina Abarca daba posada y alojamiento a vecinos y gente desconocida recién llegada de los vapores y comenzando a buscar trabajo en los campos o moviéndose hacia el oriente en busca de estancias. Al fondo, un inmenso patio daba lugar a los espacios donde se practicaba el mujeril oficio de lavar ropa a toda la gente que quisiera. Siempre se veían ondeando por el enfático ventarrón cientos de prendas de todos colores de los clientes que estaban de paso.
Al llegar a la esquina, la casa vieja que luego sería de los Neira fue primero de don Temer Pualuán y justamente don Manuel Neira Navarro era quien administraba el negocio del árabe. No conocemos muchos detalles de aquel rubro y de ese movimiento, pues en la calle Lillo sólo se respiraba un ambiente residencial, considerándose acaso la famosa Casa Neira como un boliche más bien alejado del centro comercial a pesar de estar ahí.
Volviendo en dirección al regimiento, la calle Moraleda se abría a la constitución de otros locales muy reconocidos, como la Sastrería Sanhueza que atendía la recordada modista señora de Alegría. También movían sus negocios Nicolás Urcelay y Juan Antonio Mera con la talabartería; Oscar Aleuy Contreras llevaba a la muchachada a su Savoy en busca de los mates y arreglar el mundo mientras atendía clientela. En el conjunto aparecía un local de María Donoso, la frutería de las hermanas González, la Botica Vidal y el hotel Arévalo. Justo en la esquina del frente, Cándido Franch con su aromática bodega de Vinos y Licores La Catalana y su hierática seriedad hispana. Más allá, en plena esquina, también había febril movimiento de recepción de pensionistas y pasajeros en el Hotel Argentino que atendían la viuda de Pesce y la señora Pafetti.
La calle Moraleda sin duda fue la semilla del nacimiento de los más reconocidos locales comerciales de Baquedano. Cuando se habla de ellos, los antiguos baquedaninos y también los coyhaiquinos se dejan tocar intensamente por las profundas reminiscencias.

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