Los carreros de la pensión El Sol



Por Oscar Aleuy Rojas

Se paraban en la cuadra de Bilbao con 12 de Octubre junto a los palenques, y también cerca de Prat donde una hilera de cansados hombres esperaba que el tiempo transcurriera con una changa al día y las puertas abiertas de la Pensión El Sol de los España. En la esquina, un bebedero y las tapas de latón de los Almacenes Coyhaique que día a día, a las ocho en punto en la mañana el chilote Montes que trabajaba en la sección empaques acostumbraba a sacarlas con un ruido ensordecedor. Se hallaba en pleno apogeo el luminoso farol de la vida nocturna de la pensión, adonde llegaban cientos de campesinos a quedarse a la semana, a beber y a  descansar, especialmente cuando ocurrían las situaciones festivas de los 18 o venían  a quedarse para cerrar sus buenos negocios de venta de lanas y animales, y pedirle a los Brautigam o a don Oleaga  que le despachara los vicios del año como pago a la mercadería que traían de sus campos mientras liaban un cigarro armado con papel de arroz o compraban Particulares o Monarch para pasar la tarde. Los carreros, premunidos de gruesos ponchos de castilla se paraban en la esquina de la pensión para ver pasar a la poca gente que fluía, con sus negros sombreros alones que a veces el viento hacía volar y una vara de coligüe para los bueyes, esperando los viajes del traslado de quintales de harina, tejuelas, enseres domésticos o cualquier cosa que se les ordenara. Cuando aparecían esos viejos carros tirados por viejos jamelgos destituidos de su dignidad, las calles sonaban a ripio suelto y a tranco cansino de esos animales mal alimentados. También persistían las yuntas, las monturas y los perros echados por ahí cerca de los palenques que separaban la acera de barro de las zanjas profundas por donde se vertían las aguas servidas o las mismas aguas correntinas que mandaba desde las alturas el cordón del Divisadero, una columna de heces de aquellas aguas que se precipitaban cerro abajo por medio de calafates, calles y caseríos, cruzando barriales y tembladeras en medio del silencio interrumpido por el eco de las voces cansinas de los carreros que esperaban sus trabajos. Coyhaique abría, en medio de silencios, el paso obligado de esas extrañas transportaciones con bueyes cansados dejando caer las brillantes babas del avance y esa mirada turbia oteando hacia la nada, sólo resollando tras el esfuerzo del arrastre, o rumiando aquellos pastos que alcanzaban a llevarse de los descansos. 

Ese rincón de abrevaderos y siluetas del avance con ceremonias callejeras que dibujaban la costumbre, abría las puertas mañaneras de la pensión por donde hombres y mujeres dejaban su movimiento olvidado, y su cansancio se nos proponía a todos los niños que pasábamos mirando con sorpresa las escenas de los carros, los enormes movimientos de las ruedas altas. Los perros echados en los umbrales de la pensión, las mujeres entrando y saliendo con pilguas en sus manos limpias de tanto lavar los trastos y el vestuario masculino y también algunas que abrían insolentes ventanales para arrojar a la vereda los bacines con aguas hediondas, se iba a quedar para siempre en los recuerdos. Levantamos los ojos sorprendidos cuando se escuchaban los choques de los metales al iniciarse las peleas a cuchillo en las noches de luna y el ruido arreciando en la vereda, inundando el tibio rincón de la esquina del centro. Aquellas noches se repetían una y otra vez, en medio de los vinos de la hora de la víspera, tal vez por la presencia de mujeres que se disputaban, acaso por los malos entendidos en un lance truquero. Entonces, la reyerta y el enfrentamiento se dibujaban de improviso en el cerebro, provocando desenfreno, entusiasmo, valentía, con el odio soterrado en manos convulsas y un sentido de ebriedad multiplicado por diez. Contemplábamos a distancia el ritual impreciso de la violencia y los tonos  cada vez más fuertes de esas voces de los gandules, rodeados del corvo asesino, desplomándose sobre la tierra helada de la esquina, sobre la escarcha estática por donde la sangre se iba derramando, en medio de una vaga agresión desconocida. La Pensión El Sol albergó durante muchos años aquellas tradicionales escenas de peligro y pintoresquismo. Pero no era un pintoresquismo barato ni un cuadro de costumbres demasiado forzado como ocurre en tantas situaciones pueblerinas. 

Más bien se trataba de una visión cada vez más frecuentemente socorrida, donde las luces y los oscuros se revolvían entre los ojos de los advenedizos, para educarlos en las primeras imágenes de Coyhaique recién iniciado en los lances sociales donde se mezclaban puebleros con camperos. La pensión, como todas las pensiones de la lejana primera provincia, parecían constituirse en centro social para afuerinos habituales, aquellos que acudían a conocer pero no para quedarse sino para regresar. Con asiduidad se oían por las noches de borracheras los sones mexicanos de Aceves o los foxtrots de Agustín Lara mezclados con las cuecas chilenas o las recién incorporadas rancheras de Balmaceda. También se escuchaban frecuentes escenas de violencia en la cocina, cuando la dueña de casa reprendía a los viajeros que tendían su ropa mojada para secarla fuera de los límites de donde tenían su lugar habitual. O cuando las risas de sus amantes se iban convirtiendo en llantos o en sollozos de pena. Si es como recuerdo, aquella Pensión El Sol de la calle Prat con Bilbao (actual Fernández Regalos), donde las carretas y los perros llegaban a quedarse por semanas, constituyó un símbolo sólido de los inicios de Coyhaique. En ese sitio de esquina hoy todo ha sido reemplazado. Ni los ecos de las risas ni los sones del baile y la borrachera podrían regresar a decirnos las formas de la vida entonces. Todo se lo lleva el tiempo y la remembranza. Incluso los recuerdos de pensión donde la vida se detuvo por tantas jornadas indescriptibles de generaciones que hoy no existen.

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