Balmaceda luces de sus pioneros
Los verdaderos paladines de la historia de Balmaceda se resisten a olvidarse y se quedan junto a las últimas imágenes que le vimos. En 1900 nacía en Osorno don José Amalio Coñuecar, quien llegaba a la provincia cargado de planes e ideales. Corría el año 1918 cuando el vapor lo dejaba en el molo de Puerto Aysén, siendo inmediatamente conocido por su experiencia como balsero. Lo contratan en la primera balsa del río Aysén, que funcionaba a un costado del muelle, inmediatamente debajo de donde se hallaba la legendaria pensión de Chindo Vera. Pero aquel trabajo era tan mal pagado, que decide buscarse nuevos horizontes, resultándole algo en la naciente Balmaceda, cuando Silva se encontraba mensurando. Pero no le gusta nada, porque no hay nada, por lo que se queda en el puerto, esperando nuevas oportunidades. Pasan más de 20 años y recién en 1945 regresa a quedarse a Balmaceda, donde encuentra un pueblo generoso, bullante de actividades ganaderas y rodeadas de tradiciones y gente amable. Ya hay escuela y plaza, oficinas públicas, comercios y pequeñas construcciones que crecen. Se emplea en la Planta Hidráulica que se estaba implementando camino a Portezuelo en uno de los tantos recordados predios de Federico Peede. Es más tarde que calza en una de estas importantes faenas, como Jefe de Cuadrillas y encargado del personal de la planta en la obra que dirigía el recordado Oscar Spichiger. Fue en aquella oportunidad, ostentando dichas funciones, que contrae matrimonio, al enamorarse de una joven mujer llamada Luisa Mansilla Quiñel, quien se dedica a esperarlo día a día en un hogar cálido y organizado. José Amalio trabaja duro y mientras el tiempo avanza, se emplea en el hotel de Lan Chile, en calidad de encargado de las calderas de la calefacción. Posteriormente ocupa un cargo de sereno en el mismo hotel. Después llegan nuevas responsabilidades, cuando el aeropuerto comienza a crecer y debe ser pavimentado, y él integra obras en cuadrillas muy capacitadas. Mientras tanto, comienzan a llegar los hijos: Humberto, Juan, Humbertina. Luis, Sergio, María, Eloísa, Recaredo, Gremilda, Carlos, Moisés. La última vez que estuvimos con él en la ampliación O’Higgins de Coyhaique, nos contó que ya existían 21 nietos.
Hablar de Balmaceda es encontrarse con gente de ese carácter, una virtud diferente, encimada con el factor de los pioneros fundadores y los espacios fundacionales. Ir al encuentro de ellos no resulta fácil, pero por un asunto de perseverancia siempre nos juntamos y quedamos atrapados por el concierto de voces del pretérito. Fue el caso de don José Pérez Tallem, quien junto a su mujer Carmen Salazar Cortés, nos recibía en su casa semivacía de Balmaceda, casi al terminar la última arboleda en dirección al hito. Ellos formaron en el antiguo primer poblado un conjunto de presencias que rebotaban directamente desde la triunfal figura de su mundo argentino. Este colono tocó el suelo balmacedino a principios de 1913, entrando por la ruta de Lago Blanco, acudiendo solo al llamado de sus primeros planes y derroteros. Poco tiempo después, levantó parte de su primera casa en su primer poblamiento, decidiendo luego ir a buscar su familia que se encontraba esperándolo en la zona de San Martín de Los Andes, provincia del Chubut. Cuando venía de regreso, a la entrada del invierno de 1914, no pudo evitar constituirse en una de las tantas víctimas del invierno más grande de que se tenga memoria en la provincia. Tuvo que levantar un buen campamento y quedarse capeando aquel invierno por un largo lapso de tres meses. La totalidad de las dos mil ovejas que arreaba a Chile las perdió por el frío reinante. Luego de aquellos terribles tres meses de espera en un campamento forzado, continuó viaje hasta Balmaceda acompañado de su familia y de su suegro José Salazar. La familia Pérez Salazar se componía entonces de 13 hijos, de los cuales 11 se encuentran fallecidos, siendo los últimos en irse la señorita Nedy y Alfredo, sobreviviendo sólo Emilio y Sara. Finalmente nos quedamos con el español Cosme Mencía. Un espectacular practicante de la talla de Oscar Juica en El Blanco o de la misma Julia Bon en Coyhaique. Su silueta era indetenible en los campos, acudiendo al llamado del deber. Cuando le avisaban, era lo más importante, y no importaba mucho lo que estuviera haciendo en ese momento. Tanto, que incluso descuidaba su presentación personal y más de alguna vez sus calzoncillos largos llegaron abajo por la poca atención que prestaba a sus arreglos personales, sometidos al rigor de un viaje urgente a caballo. Una vez conocida la necesidad que le afligía a su paciente, este español del cual todos hablan muy bien, preparaba cuidadosamente su caballo, ataba su viejo maletín de practicante a los tientos y montaba con celeridad. Para los casos de partos era asistido por su misma esposa. Todos los sectores colindantes con el poblado de Balmaceda guardan un profundo sentimiento de gratitud hacia con Cosme, quien en el momento de su sepelio, en el mismo cementerio del poblado, su perro Fiel permaneció junto a su tumba aullando por muchos días, escarbando la tierra con verdadera desesperación en un intento irracional por regresarlo a la vida.
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